miércoles, 28 de enero de 2009

Ahí va

Bueno, ahí va. Me estoy tirando al río, soltándome del muelle, y a nadaaaar!!! Ahí voy al vacío (¡qué vértigo siento de repente, de que ustedes me lean!!!) con esta historia de una chica insufrible, que en su momento me pareció interesante... Es este un cuento viejo, que escribí hace mucho bajo un seudónimo que acaso ahora se me ocurre mediocre y forzado, un cuento al que nunca supe qué nombre ponerle (otra brazada en el río caudaloso: acepto sugerencias...)
Sepan disculpar los errores (¡horrores!) estilísticos, y las licencias de todo tipo que supe darme, y ¡por favor! no traten de analizar lo quemada que pude haber estado en esa época. Piensen que soy nuevita en esto, y que lo último que cualquier novato necesita es que lo desalienten. ¡Saludos!
Dicen que cuando uno sabe hacer reír a una mujer, es muy probable que también sepa hacerla llegar al clímax de manera absoluta. Y ella reía, con mucha fuerza, como si quisiese separar su esqueleto, empezando por los dientes, del resto de su cuerpo.
Su sonora carcajada me llegaba al medio del esternón. Reía, reía. En un momento pensé que iba a acabar, que su risa se cerraría en un grito lívido de orgasmo, tanto se reía y tanto lo disfrutaba.
Pero no, se detuvo tan de improviso como comenzó. Se secó las lágrimas, y me miró; con los ojos muy grandes; me miró. Y la luz de sus pupilas retomó el tono natural de sobriedad que siempre tenían.
Increíble; nunca pensé que ella fuese capaz de reírse tanto sólo por algo que dije. Era excitante en sí misma; la situación, digo bien, la situación era terriblemente estimulante. Y ella estaba muy hermosa esa noche... ¿han notado que estos extraños excesos sólo ocurren durante la noche? Ella no hubiese caído en esa demencial circunstancia si el sol hubiese estado alto en el cielo, brillando sobre nuestras seseras. Pero no, era de noche, y ella reía, y ella estaba tan hermosa. En realidad, no puedo afirmarlo, puesto que nunca la he visto durante el día –trabajamos todo el día y nos vemos en reuniones una o dos veces en la semana.
De repente, al mirarla bien, me dieron ganas de saber qué tipos de ruidos haría al llegar al clímax. ¿Se reiría desaforadamente, gritaría como loca, o sollozaría como me han contado que algunas damas hacen? Suena loco, pero empecé a preguntarme –con esa consabida soberbia que tenemos los hombres de pensar que ciertas cosas ocurren sólo por nuestra experiencia - en fin,... empecé a preguntarme qué efecto causaría yo en ella. ¿Reiría? En realidad, eso me asustaría bastante... por empezar, ¿de qué se reiría?
Su mirada tibia me trajo a la realidad. Su cabello caía en gruesas ondas sobre sus ojos almendrados. Era muy hermosa, y las contracciones de la risa la ponían más hermosa aún. Sus dientes grandes aparecían entre los labios suaves y finitos, y las manos trataban, sin éxito, de tapar la enorme bocaza que desarrollaba cuando se reía demasiado. Y luego, sus músculos se relajaban y suspiraba con fuerza, como tratando de alejar el pensamiento provocador. Después, me miraba. Y sus ojos penetraban mis entrañas. Y yo siempre tenía las mismas ideas... ¿qué sentiría ella si la tomase allí mismo, le levantase la falda y le dijese, siseando, “reíte ahora”? ¡Qué violenta situación! Y qué estimulante también...
Pero no. Yo no lo haría. Ella... bueno, ella me detenía con sólo mirarme. Sus ojos... en fin... se movían a mis costados y me acariciaban con sus pequeñas pestañas, lejos de mí, pero como si estuvieran a un palmo de las mías. Y luego, sus labios finitos se abrían, y la copa se apoyaba en ellos, para dejar salir, copiosamente, el vino que me ayudaba a hacerla reír así. Y sus uñas despintadas y pequeñas golpeaban la fórmica de la mesa. Y ella sólo me miraba. O hacía algún comentario de mina, algo así como “¡qué loco!, ¡las cosas que se te ocurren!” o “ ¡qué gracioso! ¡siempre me hacés reír!” Y eso me ponía como loco. Porque yo quería que ella estuviese al tanto del viejo adagio, del viejo mito urbano. Quería que me dejase probar de ella misma... pero no, sólo conseguía hacerla reír.
Fabio me mira ahora. Dice que estoy loco. Dice que me deje de joder, que no lo moleste más con esa mina, que está completamente loca. No me digas, le digo... como si no lo supiera ya. Volteátela, dice Fabio, y dejate de joder.
Pero, no es tan fácil. No es nada fácil. Es un súcubo. Y uno sabe que los súcubos son difíciles de manipular; son difíciles de tomar con guardia baja.
Ponela en pedo, dice Fabio, con un aire de “todo tiene solución” difícil de rehusar. Lo miro, desencajado. Sugiere, con azorante desparpajo, que la embriague y me aproveche de su debilidad. Estás loco, le digo. Si va a ser mía, es con todas sus facultades en completo uso.
Y ella comenzó a reír de nuevo, después de que sus ojos almendrados volviesen a estudiarme. La miro yo también, ¿puede alguien reír tanto y no volverse demente de las propias vibraciones de sus carcajadas? Pues, sí –ella sí- ella puede hacer eso, porque ya está demente. Ya sus ojos se desvían si la miro fuerte, ya sus manos tiemblan si pretende tomar una copa que le alcancen, ya sus piernas se cruzan y descruzan incontables veces mientras mantiene una conversación que, si uno no presta mucha atención, parece coherente. Ríe si le susurro, ríe si le grito, ríe si cuento hasta tres o hasta cien... a veces, hasta juego con eso. Digo “cuento hasta tres y te reís”, y apenas pronuncio el fatal numerillo, sus labios se abren mostrando la bocaza y ríe, ríe, ríe. Y sólo dije tres.
Y ella me obsesiona. Y ella me quita el sueño. Porque ahora sólo me está mirando y sus ojos almendrados parecen tubos de radiación, de esos que están en los hospitales y sirven para ver lo que nadie puede ver. Lo que nuestros cuerpos ocultan.
Fabio tiene razón. Soy demasiado bueno con ella, demasiado vulnerable. Hago lo que pide, digo lo que quiere, caigo en su manipulación, inevitablemente soy suyo en cuanto chasquea los dedos, -figuradamente, en ella, el chasqueo autoritario toma forma de carcajada. Y soy su marioneta. Y aún no sé bien por qué; puesto que, según Fabio, ni siquiera estoy enamorado de ella y sus ojos grandes. Tal vez sea su tremenda forma de comunicarse conmigo, ese terrible fluir de “jajas” y “jejes” que salen de su ágil garganta blanca.
Para este punto, puede decirse que la dama en cuestión es insoportable. No la soporto, dice Fabio. Cualquier gansada la pone a morir de risa, es muy hueca, cacarea por cualquiera, critica Fabio. Tal vez tenga razón, en lo que respecta a sí mismo; porque yo he podido mantener largas charlas con ella sin la interrupción inoportuna de su risa, que no es leve como dice el tango. Es verdad que Fabio no la hace reír tampoco, y tal vez sea una cierta envidia por parte de él (pensará que él nunca podría llegar a hacerla morir de placer como yo parezco capaz de hacer). Lo cierto es que no es hueca... en absoluto. Recuerden ustedes que los demonios deben ser atractivos, y la estupidez es menos atractiva que una gran verruga o un miembro tullido. Y puede decirse cualquier cosa de este súcubo, menos que no era atractivo.
Conversaba con ella de muchas cosas, de mascotas, de la infancia, de los programas de Alejandro Dolina, de su padre y del mío, de las canciones de Leo Masliah, de la lluvia en el ventanal, del escarabajo en el ventanal, del escarabajo en el ventanal aplastado por el diario que yo leía, de los élitros del escarabajo, de cómo el color de mi auto le recordaba los élitros del escarabajo aplastado (varios días después)... En fin, una alarmante cantidad de porquerías que hacen que las personas le digan a uno lo poco que confían en su sanidad mental... y que lo vuelven a uno un genio entre los que tienen las mismas cantidades de inmundicias en la sesera...
Pero me domina por completo. Mi total sumisión hacia ella, no sé a qué se debe, no sé como puedo dominar la situación. Me ordena, me desequilibra (más de lo que ya estoy), no puedo decir nada en su presencia pues tengo miedo de molestarla, y si lo digo, ella sólo se ríe. Debería sentirme contento, porque el viejo adagio así lo prefiere, pero no, me siento un inepto. ¿Cómo puede alguien sentirse bien si sus palabras son tomadas siempre a la chacota?
Dentro de mis cavilaciones, noto que su risa se detiene....¿cómo..?...¿cómo dominarla, doblegarla, matar esa risa que de sublevabada ya comienza a parecerme hórrida...? ¿cómo...? Sólo sonríe ahora, y fuma de MI cigarrillo... y sus ojos grandotes... ¿cómo...? Ya no quiero ser su esclavo, lo he sido por tanto tiempo que ya sólo me sublevo ante su risa demoníaca y arrebatadora.
Volteátela, dice Fabio dentro de mi cráneo, me parece verlo sentado frente a mí tomando su café y leyendo su diario, enorme, incómodo. Volteátela... Siento que debo hacerlo, para neutralizar su risa, pero no, nunca podría obligarla... no tengo la fuerza ni el coraje...
Le digo entonces que está muy hermosa, que no puedo dejar de mirarla, que me encanta. Es una noche preciosa, y la fiesta está tan aburrida... me responde. Y, con los labios cerrados por fin en una sonrisa astuta, sale al patio de la gran casa; con su esclavo detrás.
Repetí lo que me dijiste adentro que no te oí, mi vida (ella siempre me trató así). Estás hermosa, no puedo dejar de mirarte, me encantás, dice Fabio con mi voz, sin que pueda detenerlo. Y ella, ¿cómo...? ¿Cómo puede? Comenzó a reír, con muchísima fuerza, casi a morir, sus mandíbulas dentellaban en el aire frío, sus ojos se humedecieron de pronto, y sus manos aferraban su vientre con gran violencia. Se dobló en dos y siguió riendo, riendo, riendo...
Y cuando sus piernas se debilitaron tanto que cayó de rodillas, Fabio la agarró con fuerza de la garganta, y, siseando mientras la empujaba contra unos arbustos, siseando como una serpiente, le dijo, mientras le levantaba la falda, “reíte ahora”.

FIN.

Ariel Lioncort, 6-VII-01

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