miércoles, 18 de julio de 2012

Fobia

Soy fóbica. Profundamente. Larvas, gatapeludas, orugas y gusanos. Los odio a todos. No puedo ni siquiera nombrarlos que siento que me suben por el cuello, ¡Ni hablar de ver una foto o una filmación! En vivo y en directo me dan ataque de pánico. (ya estoy sobándome la nuca y retorciendo la cabeza)
Sus movimientos me son absolutamente repugnantes. Me dan asco, miedo, pánico.
Los odio.


Hasta llegué a salir a la calle con una carpeta sobre la cabeza para evitar que me caigan encima, y dejé de hablarle por un tiempo a un amigo que tenía varias verrugas en el dedo índice y lo movía diciéndome "no parecen patitas de oruga?" (a él le recordaba su aversión por los batracios)


No sé qué pasó. La terapia no funcionó, veo uno y lloro. Y, sin embargo, me dio por dibujarlos. No de una foto (se me acelera el pulso, no exagero), si no de mi propia idea de cómo son, gigantes, y monstruosos.
Empiezo como empiezo todos los dibujos: círculos delicados, encadenados, líneas que los vinculan, primero suaves, después más fuertes, y más opacas. Apago luces, subo sombras. Voy y vengo, con la idea de hacerlas más feas, más horribles, más repugnantes. Y terminan pareciéndose a peluches gigantes y fálicos.


Y quise escribir algo sobre la Gran Oruga Rosa, y salió una semblanza en primera persona. De una oruga que come y no crece, se queda oruga. Me cansa un poco no saber por qué, habiendo consumido medio bosque, no crece; pero más me cansa pensar que no pude escribir algo de la nube que tenía en la cabeza. Salió cualquier cosa. Pero al menos acá lo explico un poco.

Oruga

Consumo.
Me lleno la boca de pedazos de hojas, verdes, níveas, amarillas. No importa. Me las como todas. Las digiero, tengo un buen intestino preparado para la degradación y absorción de celulosa (otras dirán que tienen buen culo)
Mis pies van y vienen por el haz fólico, subiendo y bajando; mis uñas perforan la corteza y mis dientes roen sin cesar las variaciones vegetales.
Consumo.
Gigante, me he comido un roble entero, tres abedules y un fresno. Un ceibo, un manzano y dos ciruelos. Nada me satisface, y sólo quiero consumir.
Mi cuerpo enorme repta por las hojas, muerto de hambre, no paro.


¿Me saciaré?


Consumo.
Soy una oruga gigante. Llena de arrugas.


Nunca seré mariposa.

ratas, gatos y perros.

Amo quedarme sola a la noche, en silencio. Todos en sus camas, la estufa prendida, la pava en el fuego. Pispear fantasmas de reojo, y mirarles la ropa interior.
Es triste, lindo, y feo a la vez.
Es trillado, sí, pero no me importa.
Me gusta mirar fantasmas, para sentirles el gustito a rancio.

domingo, 1 de julio de 2012

Monstruo Toronja

Se cortó la luz. Los chicos duermen, los fantasmas se hacen caros de ver, y el insomnio se aparece, viene a tomar mate con el aburrimiento, que, como siempre, no tiene nada que decir. Tengo una vela, un juego de lapiceras de esas de colores maricones, papel de almacén y la mente en blanco.
Se suceden curvas, planos pequeños, líneas atrás y adelante. Puntos, bordes, gestos. En el medio, me preparo un par de cafés, y sigo, enfermiza, los trazos. 

La mano va y viene, incierta, sutil, espasmódica, y entonces aparece él, fruto de semanas de abulia y mal amor, hijo del aburrimiento y la apatía, absorbiendo lo poco que me quedaba de libido (o tal vez viene a rescatarme de esta carencia, quién sabe). Aparece, el Monstruo Toronja. Un nuevo animal de mi mitología especial.

De repente, volvió la luz, y lo vi.

Lo vi, y me asusté profundamente.

Me asusté porque nunca pensé que semejante criatura viviera en mi cabeza y en mis manos, y también me asusté porque me gustó su aspecto.
Cuatro patas indefinidas, dos cabezas de inequívoca definición, una gran boca siempre hambrienta. Dueño de una personalidad bipolar (un poco como la mía), puede ser feliz o terriblemente furioso, en ambos casos es de temer. 
El Monstruo Toronja incita, devora, a los incautos.

Si, me asusté mucho.